jueves, 7 de mayo de 2009

JACOBO, medio hermano de Jesús

Aunque Jacobo y Jesús crecieron en la misma casa en Nazaret, durante los primeros años tenían una forma muy distinta de pensar. Jacobo, al igual que sus otros hermanos, no creía en Jesús ni siquiera cuando ya era adulto (Juan 7.5). Jesús y Jacobo eran hijos de la misma madre, pero Jesús no era hijo de José, como lo eran Jacobo y sus hermanos, sino que Dios era su padre. No fue hasta que Jesús resucitó y se les apareció a sus discípulos y a Jacobo mismo, que éste pudo llegar a comprender quién era en realidad su medio hermano.

En Hechos 1.14 leemos que, de acuerdo con las instrucciones dadas en el v. 4, María, la madre de Jesús, y sus hermanos, así como las mujeres que habían seguido a Jesús, estaban reunidos con los apóstoles. Todos perseveraban unánimes en la oración, esperando ser bautizados con el Espíritu Santo (vs. 4-5; 2.1) en el crucial momento que marcaría el comienzo de la iglesia que Jesús había prometido edificar (Mateo 16.18).

A partir de la resurrección de Jesús, Jacobo se entregó totalmente al servicio de Dios y pronto llegó a ser un personaje importante en la iglesia primitiva. Su labor era tan importante que cuando el apóstol Pedro fue liberado milagrosamente de la cárcel, de inmediato envió a algunos de los discípulos a darle la noticia a Jacobo y a los demás hermanos (Hechos 12.17). Al parecer, llegó a ser el pastor de la congregación en Jerusalén, pues en Hechos 15.13-21 leemos que fue él quien anunció la decisión final en lo que puede considerarse como el primer concilio de la iglesia.

Después de su conversión, el apóstol Pablo se reunió primero con Pedro y con Jacobo antes de hablar con los demás apóstoles (Gálatas 1.18-19). Y podemos ver que en otra ocasión Pablo cumplió con las sugerencias que le hizo Jacobo (Hechos 21.18-26).

La familia de Jesús

La familia de Jesús era numerosa. En Mateo 13.55-56 se mencionan cuatro medios hermanos (Jacobo, José, Simón y Judas) y “todas sus hermanas”, sin especificar cuántas eran. Debido a que los nombres fueron traducidos al griego, es fácil pasar por alto lo típicamente judía que era su familia. Jesús era judío (Hebreos 7.14), por lo tanto, María como José eran descendientes de la tribu de Judá (Mateo 1.1-16; Lucas 3.23-38). El nombre hebreo de Jesús, Yeshua (o Josué, igual que el del fiel dirigente israelita que conquistó Canaán) significa “Dios es salvación” (Mateo 1.21).

El nombre de la madre de Jesús, María (Miryam en hebreo), también era el nombre de la hermana de Moisés y Aarón. José (Yosef en hebreo), el padrastro de Jesús, fue nombrado así en memoria del patriarca José, uno de los 12 hijos de Jacob.

Por lo que toca a los nombres de los hermanos de Jesús, podemos decir lo siguiente: Jacobo es también llamado Santiago, nombre que “es una contracción de Santo y del hebreo Yacob” (Vila y Escuain, Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado, CLIE, 1985, página 1066). Corresponde al mismo nombre del patriarca Jacob, hijo de Isaac y nieto de Abraham. Simón, cuyo nombre en hebreo era Shimon, fue el nombre de otro de los hijos de Jacob y padre de una de las 12 tribus de Israel. El nombre hebreo de Judas era Yehuda, que fue el nombre de otro de los hijos de Jacob y del cual se originó la palabra judío. La popularidad de estos nombres es evidente, ya que varias otras personas en el Nuevo Testamento los tenían.

Jacobo empieza a ver claro

Ni Jacobo ni sus hermanos creyeron en Jesús durante su ministerio (Juan 7.5). Al parecer, pensaban que no estaba en sus cabales y quizá hasta le hubieran pedido que se fuera de la casa (Marcos 3.21, 31-35). Es obvio que a Jesús le afectaba esta incredulidad, y falta de consideración y respeto, pues en cierta ocasión llegó a decir: “En todas partes se honra a un profeta, menos en su tierra, entre sus familiares y en su propia casa” (Marcos 6.4, NVI).

Por su parte, Jesús, momentos antes de su muerte, no les encargó a sus hermanos el cuidado de María, su madre, sino a su amigo y discípulo Juan (Juan 19.26-27). Como se explica en The International Standard Bible Encyclopedia (Enciclopedia Internacional General de la Biblia): “María disfrutaba de una relación más íntima con Juan que con sus propios hijos, quienes hasta ese momento habían visto con desagrado el comportamiento de Jesús y no entendían su misión. En la casa de Juan ella encontraría consuelo para su dolor a medida que recordara la hermosa vida de su hijo…”.

Sin embargo, después de la resurrección de Jesús, tanto Jacobo como sus hermanos se unieron a los discípulos, convencidos ahora ciertamente de que Jesús era el Mesías prometido y el Hijo de Dios (Hechos 1.14). Lo que seguramente influyó mucho en la transformación de Jacobo fue el hecho de que Jesús se le apareció a él estando solo, según lo da a entender el apóstol Pablo en 1ª Corintios 15.7.

Treinta años después, cuando Jacobo escribió su epístola, era evidente su humildad, reflejada en su forma de presentarse: “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo…” (Santiago 1.1). Jacobo se presentaba más bien como siervo de Jesús que como un familiar cercano; no se jactaba de ser medio hermano del Hijo de Dios. Seguramente también recordaba el desprecio con que lo había tratado anteriormente. Judas también se identificó así, presentándose además como el hermano de Jacobo (Judas 1).

La epístola de Santiago

Debido a que la epístola que escribió Jacobo está llena de palabras de aliento y consejos acerca de cómo desarrollar el carácter cristiano, tiene un gran parecido con las palabras de Jesús en lo que se conoce como el Sermón del Monte.

Egesipo, escritor e historiador del siglo II de nuestra era, se refirió a Jacobo, hermano de Jesús, como Jacobo el Justo y lo describió como alguien que guardaba celosamente la ley de Dios. Muchas de las cosas que escribió Jacobo en lo que se conoce como la Epístola del Apóstol Santiago demuestran que Egesipo estaba en lo correcto. De hecho, puede considerarse como un libro de proverbios cristianos que abarcan muchos aspectos de la vida de un seguidor de Cristo.

Este historiador escribió que las rodillas de Jacobo parecían rodillas de camello debido a la forma en que la piel se le había encallecido por las horas que pasaba orando de rodillas diariamente. Desde luego, no podemos estar seguros de que esto fuera así, pero lo que sí podemos ver es que Jacobo exhortaba a los santos a que oraran fervientemente. Él mencionó el ejemplo del profeta Elías: “Elías era un hombre con debilidades como las nuestras. Con fervor oró que no lloviera, y no llovió sobre la tierra durante tres años y medio. Volvió a orar, y el cielo dio su lluvia y la tierra produjo sus frutos” (Santiago 5.17-18, NVI). Jacobo predicaba lo que practicaba y practicaba lo que predicaba.

Otro aspecto esencial de la vida de un verdadero cristiano que Jacobo también tenía muy claro, era el de que la persona tiene que demostrar su fe con hechos (“obras”) y, como él mismo escribió, “… a una persona se le declara justa por las obras, y no sólo por la fe” (2.24, NVI).

Hoy en día podríamos decir: “Los hechos dicen más que las palabras”, u “Obras son amores, no buenas intenciones”. Jesús mismo dijo que sus discípulos serían identificados por el amor de Dios que se manifestara en ellos (Juan 13.35). De manera semejante, Jacobo dijo que los discípulos de Jesucristo demostrarían su fe por medio de sus obras (Santiago 2). Decir que se es cristiano es una cosa; obrar como tal es otra muy distinta. Jacobo vivió conforme a las enseñanzas de su hermano y les enseñó lo mismo a otros miembros de la iglesia.

Las exhortaciones de Jacobo

Jacobo les escribió a sus coterráneos, las 12 tribus esparcidas de Israel (1.1), impartiéndoles enseñanzas prácticas acerca de la vida cristiana. Les habló sobre la sabiduría y la importancia de dominar la lengua, y les recordó que la manera de servir verdaderamente consiste con demostrar el amor con hechos y en apartarse de la corrupción que hay en el mundo (v. 27).

Escribió considerablemente acerca de la paciencia: paciencia durante las pruebas (1.2-3), paciencia en las buenas obras (1.22-25), paciencia frente a los insultos 3.1-7), paciencia frente a la opresión (5.1-7), paciencia frente a la persecución (5.10). Enseño también a tener paciencia sabiendo que Jesucristo vendrá a poner fin a toda injusticia (5.8).

También enseñó acerca de la verdadera sabiduría: “Si a alguno de ustedes le falta sabiduría, pídasela a Dios, y él se la dará, pues Dios da a todos generosamente sin menospreciar a nadie” (1.5, NVI). Cuando pidamos, debemos hacerlo sin dudar que Dios cumplirá lo que ha prometido. Él se complace en bendecir a quienquiera que realmente confíe en sus promesas: “Pero que pida con fe, sin dudar, porque quien duda es como las olas del mar, agitadas y llevadas de un lado a otro por el viento. Quien es así no piense que va a recibir cosa alguna del Señor; es indeciso e inconstante en todo los que hace” (1.6-8, NVI).

Este apóstol habló, además, de un tema muy crucial: el pecado. En el mundo actual la gente repudia a toda persona que habla del pecado, pero Dios repudia a cualquier persona que no esté en contra del pecado. Jacobo nos dice cómo se inicia el pecado y hacia dónde nos conduce. Empieza con la concupiscencia, el deseo de tener o hacer algo que no debemos tener o hacer (1.14). Si no controlamos nuestros pensamientos, estos deseos se convertirán en actos pecaminosos. Cuando tales deseos llegan al punto de dominarnos, en lugar de que nosotros los dominemos, entonces el pecado termina en el castigo final que es la muerte eterna (v. 15).

La verdadera religión

Los escritos de Jacobo plantean muchas dificultades a quienes creen que Jesús enseñó que ya no era necesario guardar las leyes de Dios, o que éstas de alguna manera habían sido abolidas después de su muerte y resurrección. Pero si alguien sabía cómo vivió Jesús y qué fue lo que enseñó y creyó, ese era su medio hermano Jacobo.

Jacobo repite constantemente la necesidad de guardar las leyes de Dios, haciendo hincapié en lo que conocemos como los Diez Mandamientos. No habla de la ley como algo innecesario u optativo, sino como “la ley suprema” (2.8, NVI). De hecho, en los vs. 11 y 12 claramente menciona varios de los diez mandamientos, y los llama “la ley que nos da libertad”.

¿Por qué la llamó así? Porque entendía que sólo obedeciendo las leyes de Dios podía el hombre ser verdaderamente libre: libre de los despreciables y dolorosos resultados del pecado. Nos exhorta a que seamos hacedores de la ley (1.22; 4.11).

Con el propósito de hacernos ver la importancia de los mandamientos de Dios, Jacobo utilizó una analogía: “El que escucha la palabra pero no la pone en práctica es como el que se mira el rostro en un espejo y, después de mirarse, se va y se olvida en seguida de cómo es. Pero quien se fija atentamente en la ley perfecta que da libertad, y persevera en ella, no olvidando lo que ha oído sino haciéndolo, recibirá bendición al practicarla” (1.23-25, NVI).

En otras palabras, lo que Jacobo dice es que debemos mirar en la perfecta ley de la libertad y evaluar cómo nos encontramos nosotros en comparación con las santas leyes espirituales de Dios, las cuales no permiten entender lo que es el pecado (Romanos 7.7, 12). Cuando nos miramos en el espejo y analizamos nuestra apariencia física, es probable que notemos alguna mancha en la cara o que no estamos muy bien peinados. Pero después de que nos retiramos tendemos a olvidar nuestras imperfecciones porque ya no las vemos. Jacobo nos muestra cómo esta analogía física refleja un cristianismo vacío que no requiere más que simplemente “creer” (1.26-27).

El apóstol nos dice que la ley de Dios nos revela nuestras imperfecciones internas, las del corazón y la mente. La perfecta ley de la libertad de Dios, que incluye los diez mandamientos, es como un espejo espiritual en el cual podemos mirarnos tal cual somos. Nunca debemos apartarnos de este espejo; debemos mantenernos enfrente de él para que nos ayude a corregir nuestras imperfecciones. En efecto, Jacobo nos dice que no podemos sencillamente decir que somos cristianos, sino que debemos vivir como tales. Con sólo hablar no se logra nada.

La fe viva de Santiago

En el año 62 de nuestra era, poco tiempo después de haber escrito se epístola, Jacobo fue martirizado en Jerusalén. Según Josefo, historiador judío del siglo I, Jacobo fue acusado por el Sumo Sacerdote y condenado a morir apedreado (Antigüedades de los judíos, 20:9:1). Eusebio, historiador eclesiástico del siglo IV, nos proporciona algunos datos más acerca de la muerte de Jacobo. Dice que los escribas y fariseos llevaron a Jacobo a un lugar público, una parte alta del templo, y “le exigieron que renunciara a la fe de Cristo delante de todo el pueblo…”. Pero en lugar de negar a Jesús, Jacobo “… confesó ante toda la multitud que Jesucristo era el Hijo de Dios, nuestro Salvador y Señor” (Historia Eclesiástica, 1995, páginas 75-76).

El historiador Egesipo nos dice que en ese momento “… ellos [los escribas y fariseos] subieron y arrojaron al justo hombre [desde el templo], y se dijeron unos a otros: Apedreemos a Jacobo el Justo. Y empezaron a apedrearlo, porque no había muerto en la caída, sino que se había arrodillado y dicho: Te ruego, Señor Dios nuestro Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen [siguiendo así hasta el final el ejemplo de su hermano]. Uno de ellos, que era batanero, tomó el garrote con el que abatanaba las telas y golpeó al justo hombre en la cabeza. Y así sufrió el martirio” (citado en Biblical Archeology Review [Revista de Arqueología Bíblica], noviembre-diciembre 2002, página 32). Tal vez parezca increíble, pero fue descubierta una caja de piedra caliza que podría ser la urna en la cual fueron depositados los huesos de Jacobo después de su muerte.

Por años, Jacobo no pudo creer o reconocer que Jesús era el Hijo de Dios. Pero el hecho de ver a su medio hermano crucificado y luego resucitado, lo transformó definitivamente. Jacobo ya no dudaba de Jesús ni lo rechazaba; ahora se veía a sí mismo como un verdadero hermano espiritual de Jesús, ligado a él por medio de la fe y el Espíritu de Dios.

Finalmente, Jacobo llegó a entender que Jesús había dado su vida por él. Y cuando llegó el momento, Jacobo, confiada y concientemente, dio su vida por el hermano que antes había rechazado.

Jacobo nos enseñó que la fe verdadera se demuestra por lo que somos, cómo vivimos y lo que hacemos. Dijo que: “… lo mismo que un cuerpo que no respira es un cadáver; también la fe sin obras es un cadáver” (2.26, Nueva Biblia Española).

Su vida y su muerte han sido un ejemplo de lo que significa vivir (y morir) por la fe verdadera. Desde luego, ese no es el final, pues Jacobo el Justo será resucitado junto con todos los justos al retorno de Jesucristo, y entonces continuará imitando el perfecto ejemplo de su hermano por la eternidad. ¡Ojala que todos podamos hacer lo mismo!

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