jueves, 7 de mayo de 2009

ISAÍAS, un profeta para nuestro tiempo

Isaías fue profeta en el reino de Judá entre los años 740 a 700 a.C.. La tradición rabínica afirma que el padre de Isaías, Amoz (no debe confundirse con el profeta Amós), era uno de los hermanos del rey Amasías. Si esto fuera cierto, quiere decir que Isaías era primo hermano del rey Uzías y nieto del rey Joás. Significa, además, que Isaías era de sangre real, de la aristocracia y que probablemente fue criado en el palacio. Algunos eruditos creen que Isaías, debido a su conocimiento de los ritos sacerdotales, estaba íntimamente asociado con el templo.

Isaías es el profeta que más veces se cita en el Nuevo Testamento. Él se refiere a Jesucristo, el Salvador venidero, de diferentes maneras: como el Vástago, la Piedra, la Luz, el Hijo y el Rey. Profetiza sobre el destino de Israel y de los gentiles, y tiene mucho que decir acerca de Sión (Jerusalén) y del gran rey que va a reinar desde allí.

Tanto se ha escrito acerca de Isaías y de su libro profético de 66 capítulos, que es difícil saber por dónde empezar. Un comentario afirma: “Las profecías de Isaías ocupan el tercer lugar como la sección más larga y más completa de la Biblia; en extensión, sólo la superan Jeremías y los Salmos… Isaías es un libro famoso pero a la vez olvidado. Por ejemplo, los capítulos 6, 35, 40 y 53 están entre las secciones mejor conocidas del Antiguo Testamento… sin embargo, hay grandes porciones del libro, especialmente entre los capítulos 13 y 34, que son prácticamente desconocidas para la mayoría de los cristianos. La ignorancia de cualquier parte de las Escrituras es algo deplorable, pero es más grave cuando se trata de un libro que presenta a Cristo de forma tan multifacética. Es más, si estudiamos detenidamente el libro, nos encontraremos con una imagen majestuosa y emotiva de él, una imagen basada en los contextos casi desconocidos de pasajes muy familiares que ahora podemos entender mejor.

Los escritores del Nuevo Testamento reconocieron la gran importancia del profeta Isaías, y lo citaron y se refirieron a él con frecuencia. Muchos de sus versículos y frases han pasado a ser de uso común en la literatura” (The Expositor’s Bible Commentary [Comentario Bíblico del Expositor]).

Isaías le dio mucho énfasis a la salvación mesiánica de Israel, pero no pasó por alto los pecados de sus compatriotas. Él se refirió constantemente al hedonismo de Judá y a la tibia actitud de esa nación hacia el verdadero Dios. Por eso fue que Dios permitió que Asiria invadiera y amenazara a Judá: para llamar su atención con el propósito de que se volviera a su único protector y salvador, el Dios todopoderoso.

Sabemos muy poco sobre la primera etapa de la vida de Isaías, pero sus profecías nos revelan bastante acerca de su carácter y de su servicio a Dios, a su patria y a la humanidad. Para poder comprender mejor a Isaías, vamos a examinar dos sucesos importantes: la manera en que Dios salvó a Jerusalén de Senaquerib durante el reinado de Ezequías, y sus alentadores testimonios acerca del Redentor venidero, Jesucristo.

La amenaza del ejército asirio

En el año 701 a.C., cuando Isaías era ya anciano, la arrolladora maquinaria militar de los asirios se detuvo ante los muros de Jerusalén. Senaquerib, rey de Asiria, había entrado en Judá, había destruido 46 ciudades amuralladas y se había llevado 200 mil cautivos. Los anales asirios registran cómo Senaquerib se jactaba de haber encerrado a Ezequías en Jerusalén “como un pájaro enjaulado”. Pero curiosamente, a diferencia de otras ciudades mencionadas, en estos registros no se hace mención alguna de una verdadera ocupación de Jerusalén por parte de Senaquerib. Es fascinante examinar la razón detrás de esta omisión.

El rey Senaquerib no era tan poderoso como su padre, el rey Sargón II. “Él heredó de su padre un vasto imperio con abundantes oportunidades para la expansión. No obstante, no había heredado el arrojo y audacia de su progenitor, ni sus recursos. Más bien se concentró exclusivamente en conservar lo que había recibido. Es muy poco probable que haya dejado el imperio tan fuerte como le fue entregado” (The New Unger’s Bible Dictionary [Nuevo Diccionario Bíblico de Unger], 1988, página 1156).

Senaquerib no fue un guerrero tan hábil como su padre, pero sí heredó la arrogancia y la crueldad de los anteriores reyes asirios. Con esa actitud asoló el territorio de Judá, conquistó a Laquis, el último protectorado de Jerusalén que se interponía en el camino hacia Egipto, y se aproximó a la ciudad de Jerusalén para destruirla. El relato de Isaías nos muestra no sólo el excepcional diálogo que se presentó en ese momento tan crítico, sino también la actitud de confianza y valiente que el profeta tuvo hacia Dios.

En los capítulos 36 y 37 de Isaías se describe el sitio de Jerusalén (que también se registra en 2ª Reyes 18 y 19, y 2ª Crónicas 32). A pesar de que Ezequías fue uno de los grandes reyes de Judá, no hay duda de que Dios se valió de Isaías para ayudarlo a él y a Judá. Este gran profeta de Dios es un ejemplo claro de los que significa mostrar la fe por las obras (Santiago 2.18).

Jerusalén al borde del precipicio

En el año 701 a.C. Senaquerib ordenó sitiar a Jerusalén, para lo que envió un gran ejército. Una vez establecido el sitio, el comandante exigió la rendición de la ciudad: “… díganle a Ezequías que así dice el gran rey, el rey de Asiria: ¿En qué se basa tu confianza? Tú dices que tienes estrategia y fuerza militar, pero éstas no son más que palabras sin fundamento. ¿En quién confías, que te rebelas contra mí? Mira, tú confías en Egipto, ¡ese bastón de caña astillada, que traspasa la mano y hiere al que se apoya en él! Porque eso es el faraón, el rey de Egipto, para todos los que en él confían. Y si tú me dices: Nosotros confiamos en el Señor, nuestro Dios, ¿no se trata acaso, Ezequías, del Dios cuyos altares y santuarios paganos tú mismo quitaste, diciéndoles a Judá y a Jerusalén: Deben adorar solamente ante este altar? Ahora bien, Ezequías, has este trato con mi señor, el rey de Asiria: yo te doy dos mil caballos, si tú consigues otros tantos jinetes para montarlos. ¿Cómo podrás rechazar el ataque de uno solo de los funcionarios más insignificantes de mi señor, si confías en obtener de Egipto carros de combate y jinetes? ¿Acaso he venido a atacar y destruir esta tierra sin el apoyo del Señor? ¡Si fue él mismo quien me ordenó: marcha contra este país y destrúyelo!” (36.4-10, NVI).

Ezequías busca ayuda

Con sus insolentes palabras el general quería amedrentar a los habitantes de Jerusalén, pero ellos no cedieron. Confiarían en su rey, quien les había dado estrictas instrucciones de no responder a las amenazas de los asirios. Cuando los representantes de Ezequías oyeron las terribles advertencias, acudieron directamente a él. “Cuando el rey Ezequías escuchó esto, se rasgó las vestiduras, se vistió de luto y fue al templo del Señor. Además, envió a Eliaquim, administrador del palacio, al cronista Sebna y a los sacerdotes más ancianos, todos vestidos de luto, para hablar con el profeta Isaías hijo de Amoz. Y le dijeron así: Así dice Ezequías: Hoy es un día de angustia, castigo y deshonra, como cuando los hijos están a punto de nacer y no se tienen fuerzas para darlos a luz. Tal vez el Señor tu Dios oiga las palabras del comandante en jefe, a quien su señor, el rey de Asiria, envió para insultar al Dios viviente. ¡Qué el Señor tu Dios lo castigue por las palabras que ha oído! Eleva, pues, una oración por el remanente del pueblo que aún sobrevive” (37.1-4, NVI).

En loable actitud, el rey Ezequías se humilló inmediatamente y se volvió a Dios en busca de ayuda en este tiempo de prueba, lo que es un gran ejemplo para nosotros y para nuestros dirigentes nacionales. En seguida pidió la ayuda de Isaías. Cuando Isaías oyó el mensaje de Ezequías, su respuesta fue inmediata y segura: “… díganle a su señor que así dice el Señor: no temas por las blasfemias que has oído, y que han pronunciado contra mí los subalternos del rey de Asiria. ¡Mira! Voy a poner un espíritu en él, de manera que cuando oiga cierto rumor se regrese a su propio país. ¡Allí haré que lo maten a filo de espada!” (vs. 6-7, NVI). Aquí vemos la fe en acción: Isaías hizo esa audaz afirmación confiando plenamente en la respuesta que Dios le había dado.

Mientras tanto, el general asirio se enteró de que el rey Senaquerib, después de haber derrotado a Laquis, combatía contra Libna. Creyendo que el rey de Etiopía (quien, al parecer, era el faraón egipcio Tirhaca, nativo de Etiopía) avanzaba para hacerle la guerra, Senaquerib vio la necesidad de destruir inmediatamente a Jerusalén y a Ezequías antes de encarar a otro enemigo.

Senaquerib continuó con su descarada arrogancia, enviando mensajeros que le dijeran a Ezequías: “… Tú, Ezequías, rey de Judá: No dejes que tu Dios, en quien confías, te engañe cuando dice: No caerá Jerusalén en manos del rey de Asiria. Sin duda te habrás enterado de lo que han hecho los reyes de Asiria en todos los países, destruyéndolos por completo. ¿Y acaso vas tú a librarte? ¿Libraron sus dioses a las naciones que mis antepasados han destruido: Gozán, Jarán, Résef y la gente de Edén que vivía en Telasar? ¿Dónde están en rey de Jamat, el rey de Arfad, el rey de la ciudad de Sefarvayin, o de Hená o Ivá?” (37.10-13, NVI).

La lista de los reyes derrotados por los asirios era extensa e impresionante. Cuando Ezequías hubo leído la carta de Senaquerib, se dirigió al templo de Dios y extendió la arrogante misiva ante el Eterno y le oró con estas palabras: “Señor Todopoderoso, Dios de Israel, entronizado sobre los querubines: sólo tú eres el Dios de todos los reinos de la tierra. Tú has hecho los cielos y la tierra. Presta atención, Señor, y escucha; abre tus ojos, Señor, y mira; escucha todas las palabras que Senaquerib ha mandado a decir para insultar al Dios viviente. Es verdad, Señor, que los reyes asirios han asolado todas estas naciones y sus tierras. Han arrojado al fuego sus dioses, y los han destruido, porque no eran dioses sino sólo madera y piedra, obra de manos humanas. Ahora, pues, Señor y Dios nuestro, sálvanos de su mano, para que todos los reinos de la tierra sepan que sólo tú, Señor, eres Dios” (vs. 16-20, NVI).

Dios responde por medio de Isaías

Poco después, Isaías recibió la respuesta de Dios respecto a la terrible situación de Jerusalén y de Ezequías, y se la hizo llegar: “… Así dice el Señor, Dios de Israel: Por cuanto me has rogado respecto a Senaquerib, rey de Asiria, ésta es la palabra que yo, el Señor, he pronunciado contra él: La virginal hija de Sión te desprecia y se burla de ti. La hija de Jerusalén menea la cabeza al verte huir. ¿A quién has insultado? ¿Contra quién has blasfemado? ¿Contra quién has alzado la voz y levantado los ojos con orgullo? ¡Contra el Santo de Israel! Has enviado a tus siervos a insultar al Señor, diciendo: Con mis numerosos carros de combate escalé las cumbres de las montañas, ¡las laderas del Líbano! Talé sus cedros más altos, sus cipreses más selectos. Alcancé sus cumbres más lejanas, y sus bosques más frondosos. Cavé pozos en tierras extranjeras, y en esas aguas apagué mi sed. Con las plantas de mis pies sequé todos los ríos de Egipto. ¿No te has dado cuenta? ¡Hace mucho tiempo que lo he preparado! Desde tiempo atrás lo vengo planeando, y ahora lo he llevado a cabo; por eso tú has dejado en ruinas a las ciudades fortificadas. Sus habitantes, impotentes, están desalentados y avergonzados. Son como plantas en el campo, como tiernos pastos verdes, como hierba que brota sobre el techo y que se quema antes de crecer. Yo sé bien cuándo te sientas, cuándo sales, cuándo entras, y cuándo ruges contra mí. Porque has rugido contra mí y tu insolencia ha llegado a mis oídos, te pondré una argolla en la nariz y un freno en la boca, y por el mismo camino por donde viniste te haré regresar” (37.21-29, NVI).

Dios fue directo al grano. Ningún rey, no importa cuán poderoso, podría desafiar la supremacía absoluta de su Creador. Dios prosiguió con su decisión en contra del soberbio Senaquerib: “Yo, el Señor, declaro esto acerca del rey de Asiria: No entrará en esta ciudad, ni lanzará contra ella una sola flecha. No se enfrentará a ella con escudos, ni construirá contra ella una rampa de asalto. Volverá por el mismo camino que vino; ¡en esta ciudad no entrará! Yo, el Señor, lo afirmo. Por mi causa, y por consideración a David mi siervo, defenderé esta ciudad y la salvaré” (vs. 33-35, NVI).

La dramática intervención de Dios

Es muy difícil creer que alguien pudiera haber previsto lo que Dios iba a hacer a continuación. Esa noche envió un ángel para que matara a 185 mil soldados en el campamento asirio. Cuando los sobrevivientes despertaron en la mañana, se aterrorizaron al encontrar tantos de sus compañeros muertos. Senaquerib estaba tan atolondrado que dio órdenes de deshacer el campamento y enfilar hacia Asiria por el mismo camino que habían recorrido para ir a destruir Jerusalén. Así fue protegida la ciudad. El ejército asirio había sido aplastado sin que se disparara una sola flecha. Es cierto que Senaquerib tenía rodeado a Ezequías “como una pájaro enjaulado”, pero su desprecio por Dios y sus siervos fue un error fatal.

Los registros históricos muestran que Senaquerib gobernó Asiria durante 20 años más; no obstante, jamás regresó a Jerusalén. Finalmente, sus propios hijos lo asesinaron mientras estaba adorando en su templo pagano (vs. 37-38).

Dios será glorificado en Israel

La historia de Isaías abarca mucho más que su ejemplo personal en tiempos difíciles. Es también una historia del futuro, de la misericordia de Dios hacia Israel y Judá en un mundo transformado.

En los capítulos 2 al 4, Isaías nos permite vislumbrar esa era futura, en la que Dios juzgará a los malos. Vemos a un Isaías futurista, resueltamente optimista, pues su optimismo radica en la garantía divina de que la humanidad está destinada a disfrutar un futuro magnífico.

El capítulo 9 nos revela una sublime visión del nacimiento virginal del Rey de reyes que redimiría a la humanidad y salvaría a Israel. Irónicamente, Isaías dio esta profecía cuando la nación de Israel estaba siendo llevada en cautiverio por los asirios. “Porque nos ha nacido un niño, se nos ha concedido un hijo; la soberanía reposará sobre sus hombros, y se le darán estos nombres: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Se extenderán su soberanía y su paz, y no tendrán fin. Gobernará sobre el trono de David y sobre su reino, para establecerlo y sostenerlo con justicia y rectitud desde ahora y para siempre. Esto lo llevará a cabo el celo del Señor Todopoderoso” (9.6-7, NVI).

En este pasaje Isaías se concentra en el resultado final de la salvación de Dios, cuando el pueblo escogido será el vencedor. En el capítulo 32 Isaías habla del reinado del Rey venidero, y en el capítulo 35 describe un mundo transformado. La redención y la restauración de Sión son descritas alborozadamente en los capítulos 51 y 52.

La descripción que Isaías hace en el capítulo 53 del Siervo de Dios, un hombre lleno de aflicciones, es quizá uno de los capítulos más apreciados de la Biblia. Con vívidos detalles describe el sufrimiento que nuestro Salvador experimentó por nosotros; y por el lenguaje que usa, uno puede imaginarse a Isaías parado a los pies de Jesús mientras éste agonizaba. Isaías relata la muerte de Jesús como si ya hubiese sucedido, a pesar de que deberían pasar unos 7 siglos antes de que el Salvador muriese en el calvario.

El Isaías futurista concluye su libro mencionando la gloria de un nuevo cielo y una nueva tierra en los capítulos 65 y 66. Jesucristo, el Revelador del Apocalipsis, toca el mismo tema en Apocalipsis capítulos 21 y 22. El punto culminante de la Biblia es una visión impresionante de los nuevos cielos y la nueva tierra, lo cual es una ampliación de Isaías 66. Dios morará con los hombres (Apocalipsis 21.3).

Isaías fue un profeta de Dios lleno de lealtad, esperanza y amor. Gran parte de su mensaje es tan importante ahora como lo fue a finales del siglo VIII a.C.: Isaías sigue siendo un profeta para nuestros días.

Si prestamos atención a sus advertencias, nos arrepentimos de nuestros caminos impíos y nos volvemos a Dios, entonces las promesas que dejó registradas para el mundo entero en el futuro, pueden empezar a ser nuestras desde ahora.

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