miércoles, 1 de julio de 2009

MOMENTOS ÍNTIMOS

UN MOMENTO ÍNTIMO CON JOSÉ Y MARÍA
(Lucas 2.1-7)

Para el censo, la familia real tenía que viajar casi ciento cincuenta kilómetros. José iba caminando, mientras María, con nueve meses de embarazo, iba montada en un burro, sintiendo cada sacudida, cada surco, cada piedra del camino.

Cuando llegaron, la aldea de Belén estaba llena de una oleada de viajeros. El mesón estaba repleto, y las personas que habían podido conseguir un pequeño espacio en el suelo se consideraban dichosas. Era tarde. Todos estaban durmiendo ya, y no había lugar.

Afortunadamente, el mesonero no sólo se preocupaba por el dinero. Si bien era cierto que su establo estaba lleno de los animales de sus huéspedes, dejaría que pasaran allí la noche si ellos podían arreglar un espacio que les proporcionara un poco de privacidad.

José se volvió hacia María, cuya atención estaba puesta en su lucha con una contracción. “Lo aceptamos”, le dijo al mesonero sin siquiera dudar.

Al entrar José en el establo, la puerta rechina en la noche callada. Un coro de los animales del establo emite notas discordantes al notar a los extraños. El hedor es acre y húmedo, pues no ha habido suficiente tiempo para atender a todos los huéspedes, y mucho menos a los animales. Una pequeña lámpara de aceite, que les había prestado el mesonero, titila haciendo que las sombras bailen sobre las paredes. El lugar no es muy tranquilo ni apropiado para una mujer en medio de los dolores de parto. Tan lejos de casa. Tan lejos de la familia. No era lo que ella había esperado para su primogénito.

Pero María no se queja. Se siente mejor al haber podido bajarse del burro. Se recuesta en la pared. Tiene los pies hinchados, le duele la espalda y las contracciones son cada vez más fuertes y seguidas.

Los ojos de José buscan con ahínco por todo el establo. No puede perder ni un minuto. Rápido. Tendrá que usar uno de los pesebres como cuna. Un poco de heno servirá de colchón. ¿Frazadas? ¿Frazadas? ¡Ah, sí, su manto! Eso le servirá para tapar al niño. Y esos trapos que están allí colgando para secarse también le serán útiles. Una fuerte contracción hace que María se incline, y lo apresura a buscar una cubeta de agua.

El nacimiento no iba a ser fácil, ni para la madre ni para el niño. Porque todos los privilegios reales para ese hijo terminaron en el momento de la concepción.

Un grito de María interrumpió la calma de la noche silenciosa. José volvió, sin aliento, con el agua desbordándose de la cubeta de madera. Ya la coronilla de la cabeza del niño había abierto su camino al mundo. El sudor se vierte por el contorsionado rostro de María mientras que José, el de menos experiencia en toda Judea en las tares de obstetricia, se apresura a ponerse a su lado.

No son suficientes las contracciones involuntarias, y María tiene que pujar con todas sus fuerzas. Era como si Dios estuviera negándose a venir al mundo sin su ayuda. José coloca un manto debajo de ella, y con un último pujido y un gran suspiro, la labor de parto está completa. Ha llegado el Mesías.

Llegó con la cabeza alargada por el paso tan estrecho por el canal del parto. De piel clara, ya que el pigmento tomaría varios días, o hasta semanas, antes de surgir. Con mucosidad en la nariz y los oídos. Húmedo y resbaladizo por el líquido amniótico. Era el Hijo del Dios Altísimo, atado umbilicalmente a una humilde muchacha judía. El bebé tose y se ahoga. José, instintivamente, lo vuelve y le limpia la garganta.

Luego llora. María se descubre el seno y toma en sus manos al tembloroso bebé. Se lo coloca sobre el pecho, y se calma su desvalido llanto. Su cabecita se mueve de un lado a otro, buscando en ese lugar tan desconocido. Eso será lo primero que aprenda el rey infante. María puede sentir el latir apresurado de su corazoncito mientras que él la encuentra y comienza a mamar.

La deidad alimentándose del pecho de una joven doncella. ¿Puede haber algo más misterioso o más profundo? José se sienta en silencio, agotado y maravillado.

El bebé termina y suspira. El Verbo divino reducido a unos pequeños sonidos ininteligibles. Luego, por primera vez, sus ojos se fijan en los de su madre. La deidad está tratando de mirar su nuevo ambiente. La Luz del mundo se esfuerza por enfocar la mirada.

Se acumulan las lágrimas en los ojos de ella. Le toca su pequeña manecita. Y las manos que una vez formaron las cordilleras montañosas hoy aprietan los dedos de una madre.

Ella vuelve su mirada a José, y sus almas se encuentran a través del velo de las lágrimas. Él se acerca más, de mejilla a mejilla, a su prometida. Juntos ponen sus miradas asombradas en el niño Jesús, cuyos pesados párpados comienzan a cerrarse. Ha sido una gran jornada. Está cansado el Rey.

Así, casi sin ser notado, Dios entró en la cálida corriente de la humanidad. Sin protocolo alguno, y sin ninguna presunción.

Donde se hubiera esperado ángeles, sólo había moscas. Donde se hubiera esperado la presencia de jefes de gobierno, sólo había asnos, unas cuantas vacas encabestradas, una nerviosa oveja, un camello atado, y escurridizos y curiosos ratones de establo.

A excepción de José, no había nadie más con quien María pudiera compartir su dolor. O su gozo. Sí, había ángeles anunciando la llegada del Salvador; pero sólo a un grupo de humildes pastores. Y sí, era cierto que una gran estrella brillaba en el cielo para marcar el lugar de su nacimiento; pero sólo tres extranjeros se preocuparon de buscarla y seguirla.

De esa manera, en el pequeño pueblo de Belén… en aquella noche silenciosa… el nacimiento real del Hijo de Dios entró a hurtadillas… mientras el mundo dormía.

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Amado Señor Jesús.

Aunque no hubo lugar para ti en el mesón, concédeme este día que yo pueda hacerte suficiente lugar en mi corazón. Aunque los tuyos no te recibieron, concédeme en esta hora que yo pueda recibirte con los brazos abiertos. Aunque Belén no te hizo caso en medio del tumulto del censo, concédeme la gracia para que yo pueda estar quieto y atento para saber que tú eres Dios. Tú, que como palacio sólo tuviste un establo; que como trono sólo tuviste un pesebre; que como pañales sólo tuviste mantos.

De rodillas confieso que estoy demasiado acostumbrado a la pompa y ostentación de este mundo como para reconocer a Dios arrullándose en un pesebre.

Perdóname y ayúdame a entender por lo menos algo de lo que tu nacimiento nos puede enseñar: que el poder divino no es medido mediante fuerza sino mediante nuestras debilidades; que la verdadera grandeza no se alcanza mediante la afirmación de los derechos, sino cuando rendimos esos derechos a tus pies; y que aún lo más secular del mundo puede llegar a ser sagrado cuando tú estás presente.

Y para aquellas veces que tú deseas comunión conmigo y estás a la puerta y llamas, concédeme una sensibilidad especial para responder al sonido de tu voz, para que no tarde en abrir la puerta. No permitas que yo te deje allí, de pie en el frío, ni que te mande de vuelta a un establo. Que mi corazón sea tierno y hospitalario, para que cuando tú llames, siempre tenga preparado para ti el lugar que mereces…

En el nombre de Jesús. Amén.